Conocida por sus «rarezas»: la Bernhardt viajaba acompañada por un ataúd para tener siempre la muerte a su lado y no temerla, muchas veces abandonaba las funciones descontenta con el público y tuvo infinidad de amantes.
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Desprejuiciada y transgresora (fue la primera que representó personajes masculinos), no vacilaba cuando debía imponer sus caprichos y fue adorada y vituperada en su época.
La pieza de John Murrell tiene el sustento de los testimonios brindados por ella en su libro «Mi doble vida» y el de los numerosos comentarios de la prensa de la época.
Murrell ha trazado un diseño rico de los personajes, estableciendo entre ellos una relación conmovedora. Hacen falta dos intérpretes de primer nivel para estar a la altura de los personajes y un director que privilegie el trabajo actoral para evitar que la pieza se transforme en una narración que atraiga solamente por el hecho de que en ella se narran las intimidades de una estrella.
Eduardo Gondell ha buceado finamente en la interioridad de los personajes y su dirección se afirma especialmente en el talento de los intérpretes. Sin descuidar una puesta bella, favorecida por la música, el cuidado vestuario y la escenografía de Graciela Galán y el creativo diseño de luces de Ernesto Diz. Pero los reyes de la noche son los intérpretes. Alicia Berdaxagar hace de la voluble, feroz y por momentos frágil Sarah, una criatura casi querible, solitaria, perseguida por sus recuerdos, ácida por momentos, siempre apasionada y fascinante.
Su composición es tan elaborada que elude todas las convenciones y como además posee una bellísima voz que maneja con soltura, es lícito suponer que la Bernhardt, para quien el teatro era «voz, voz y más voz», se sentiría reflejada en ella si pudiera verla. Una labor estupenda.
Jorge Suárez compone al personaje del secretario desplegando innumerables recursos, encarnando a todos los personajes a quien ella convoca, sin caer jamás en la sobreactuación y conservando una personalidad profunda que no se deja avasallar por los caprichos de la diva.
Lo que se desarrolla en el escenario es una historia de amor. Poco convencional, extraña si se quiere, pero conmovedora. En suma, un espectáculo que mantiene la atención del espectador, revalorizando el poder de la palabra y devolviéndole su sentido de «acción».
Los ritmos, las pausas, adquieren un sorprendente vigor. Como en otras que afortunadamente vuelven a ocupar las carteleras, la pieza hace pensar, a la vez que cautiva. Méritos que corresponden a dos actuaciones fuera de serie y a una dirección inteligente.
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