Con la más absoluta objetividad, las obras abarcan todo el abanico social, desde los cartoneros que duermen en la calle, hasta los que habitan hermosos edificios recubiertos de cristales. Con una economía de medios digna de admiración, los artistas pusieron ante los ojos de los espectadores no sólo el hábitat sino además las urgencias, las obsesiones y problemas de cualquier argentino que ingrese a esa sala.
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Testa, como ya lo había hecho cuando presentó «La Villa 31» en el Museo de Bellas Artes, montó cajas de cartón sobre las que pintó dramáticos letreros con tinta roja: «Esta es mi casa». Una tosca bola de papel apelmazado es metáfora de quien la habita.
Abram presenta un laberinto en tres dimensiones que es simple y complejo a la vez. Son tres extensos tramos de biombos espejados en la parte exterior de las hojas que articulan un recorrido laberíntico. La superficies interiores están recubiertas con hojas de diarios y páginas de Internet. En el primer módulo el artista seleccionó pedidos de empleo.
Avanzando hacia el interior, los recortes que tapizan el biombo se refieren a problemas legales y vuelve a repetirse la engañosa multiplicación de las imágenes a través de los espejos. El corazón del caracol es más severo, tanto en su estética como en su relato. Sin la fragmentación y los destellos que provocan los cristales, los titulares que tratan del dilema económico figuran como lo que son: crudos informes de la situación.
«Castigo gratuito a la Argentina», encabeza una nota adherida a los paneles del último circuito donde abundan gráficos vertiginosos del riesgo-país y otros delirios financieros. La salida del laberinto exige su recorrido inverso que acentúa el sentido del trabajo. Pese al impacto del mensaje, la obra ostenta una creativa estructura de diseño constructivista, que se levanta como una soberbia escultura.
En la gran sala de la galería, Testa revisa la historia argentina con una mirada implacable que merece un análisis exhaustivo. Se trata de una exposición eminentemente política, que si bien apela al gesto sensible, está exenta de los discursos retóricos y afanes transgresores o de denuncia que marcaron el arte político de las últimas décadas.
Testa y Abram funcionan más bien como sismógrafos del terreno social, crean un espacio donde la ética es tema de reflexión ineludible y recuperan la intensidad que había perdido la desencantada generación de los noventa. Ahora, ¿son realmente «dos adultos que hacen arte como si fuera un juego de niños», según reza el catálogo de la muestra?
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