“Valor sentimental”, la película que es número puesto para alzarse con el Oscar al Mejor Film Internacional, es la más explícitamente bergmaniana del realizador noruego Joachim Trier. Conviene examinar qué significa hoy ese “bergmanismo”. El sueco Ingmar Bergman, un director “de culto” entre los años 50 y 80, no dejó sólo un estilo reconocible sino una forma de entender el cine: filmar el rostro y las emociones humanas como si fueran un paisaje moral.
"Valor sentimental": un Bergman para la era del streaming
Se estrena este jueves el nuevo film del noruego Joachim Trier, favorito a ganar en 2026 el Oscar al Mejor Film Internacional. Un drama sobre lo irreversible que excede el marco habitual de la "familia disfuncional"
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Stellan Skarsgård y Renate Reinsve en "Valor sentimental"
Durante décadas, su influencia atravesó el cine escandinavo y se expandió mucho más allá de sus fronteras. En Escandinavia, su sombra es Roy Andersson, que heredó su pesimismo metafísico aunque lo filtró por el absurdo; Ruben Östlund trasladó la crueldad moral al terreno de la sátira social; Lukas Moodysson exploró la familia como espacio de violencia afectiva. En el resto del mundo, la influencia se ramificó aún más: Woody Allen tomó de Bergman la neurosis y el drama conyugal; Andrei Tarkovski, la dimensión espiritual; Michael Haneke, la disección implacable de la culpa; Krzysztof Kielowski, la interrogación moral sin respuestas; Asghar Farhadi, el conflicto ético íntimo que estalla en lo cotidiano.
Hoy, en plena era del streaming, ese legado adquiere un nuevo sentido histórico. Bergman pertenece a un tiempo en el que el cine todavía podía demorarse, insistir, confiar en la atención del espectador. Sus películas no avanzaban con velocidad ni trataban de sobornar la atención del espectador: se detenían en un rostro, en un silencio, en una incomodidad que no pedía ser resuelta. Frente a la lógica del consumo continuo, de la narración urgente y del “contenido”, el cine de Bergman aparece casi como un gesto de resistencia.
No es casual que los realizadores antes citados dialoguen con esa tradición. Más que una estética, es una ética de la atención: la convicción de que el tiempo no es un obstáculo, sino la materia misma del cine. En ese linaje se inscribe Trier, que filma escenas que no se apuran, conversaciones que no se cierran, miradas que no se explican.
Paradójicamente, el propio streaming ha contribuido a revalorizar a Bergman. Sus películas, disponibles hoy en plataformas que privilegian la distracción, se revelan como objetos extraños: no se pueden ver de fondo, no admiten el zapping emocional, no funcionan como acompañamiento. Bergman no es consumo: es experiencia. Y esa diferencia explica por qué su influencia no se diluye, sino que se transforma.
“Valor sentimental”, que se estrena este jueves y que fue vista en la apertura de la Semana de Cannes en Buenos Aires, hace unas semanas, lleva como protagonista a una mujer llamada Nora, un nombre que en Noruega nunca es inocente. Nora no es un nombre más en la cultura noruega: es el de la protagonista de “Casa de muñecas”, de Henrik Ibsen, la mujer que en 1897 cambió para siempre la historia del teatro con aquel portazo final con el que dejó atrás a su esposo, a sus hijos y un confortable hogar burgués. Un gesto que no sólo sacudió la moral de su tiempo sino que inauguró el nuevo papel de la mujer en la sociedad, una manera moderna de pensar la libertad, el costo de ejercerla y la violencia silenciosa que la familia puede ejercer sobre el individuo.
La película
Interpretada por Renate Reinsve, la Nora de Trier, a diferencia de su ilustre antecesora, no da portazos: los sufre. En especial, el de su padre, Gustav Borg (Stellan Skarsgård), un cineasta de fama internacional que abandonó a su familia cuando ella era una niña. Si la Nora de Ibsen se va para convertirse en sujeto, la de Trier queda atrapada en las consecuencias de una partida ajena. La elección del nombre no es un guiño literario: es una herida abierta.
La película es también la historia de una casa donde vivieron dos generaciones, y de puertas —reales y simbólicas— que se cerraron sin posibilidad de reabrirse. Es improbable que Trier haya leído “La casa”, de Manuel Mujica Lainez, pero el film se inicia de un modo sorprendentemente similar: es la voz cansada de la propia casa, en primera persona, la que narra los acontecimientos que padeció a lo largo del tiempo. No es un recurso poético accesorio, la casa es un personaje central.
Ubicada en un barrio acomodado de Oslo, señorial, de madera blanca, amplia, de techos inclinados y grandes ventanales, esa casa conserva objetos de “valor sentimental” porque su memoria —intangible— sólo puede accederse a través del relato. Y la memoria, como la arquitectura que la contiene, está hecha de grietas, pasadizos y zonas mal iluminadas.
Su última moradora fue la madre de Nora y de su hermana Agnes (Inga Ibsdotter Lilleaas), una psicoanalista de la que sobreviven apuntes, un diván gastado, un florero de cristal siempre al borde de romperse y una vieja estufa en el piso superior; a través de ese hueco, Nora escuchaba en su infancia conversaciones que los niños no deberían oír. De muchas de ellas sabremos a lo largo del film.
Nora es actriz profesional. En la primera escena, angustiosa y casi insoportable, está a punto de sufrir un ataque de pánico antes de salir a escena frente al público que colma el Teatro Nacional. Cuando se apagan las luces y comienzan a sonar los ominosos acordes de “En la gruta del rey de la montaña”, de “Peer Gynt”, de Edvard Grieg —otro noruego notable—, Nora es incapaz de moverse. El sudor frío, la respiración cortada, la paralizan. El teatro —espacio de exhibición— se vuelve un tribunal.
Agnes tampoco es un nombre neutro. En “Brand”, de Ibsen, Agnes encarna la piedad, la comprensión, el sacrificio silencioso. En la película, es también la contracara de su hermana: formó una familia, tuvo un hijo —Erik— y llevó una vida estable hasta que, inesperadamente, poco después de la muerte de la madre, regresa el padre del que no sabían nada desde hacía años. Agnes conserva un único antecedente como actriz infantil: una escena en una película del “gran Gustav Borg”. La vemos interpretar a una niña que huye, junto a un pequeño amigo, de oficiales nazis durante la ocupación alemana de Noruega. Ella se salva; el niño no.
Ese fragmento condensa uno de los núcleos del film: la manera en que el cine transforma el trauma en relato y, al hacerlo, lo fija. El guion de “Valor sentimental” multiplica esa operación mediante una construcción en abismo: tiempos, espacios y personas se superponen hasta volver porosa la frontera entre biografía, ficción y memoria heredada. Aquella escena remite, en realidad, a la historia de la abuela de Nora: la madre de Gustav, una partisana que combatió contra el Reich, sufrió cárcel y tortura, y cuya experiencia el hijo supo convertir en obra.
Ese gesto —exorcizar la memoria a través del arte— fue posible en el pasado. Lo que Gustav intenta ahora, en su regreso al hogar, es algo más incierto, más peligroso: reparar su vínculo con Nora ofreciéndole protagonizar su nueva película. Un film que, en apariencia, volvería sobre la vida de su madre, pero que en verdad sería la biografía imaginaria de una hija que él nunca conoció y que sólo pudo inventar desde la distancia. Hace quince años que Borg no filma, está exhausto, y todo indica que este será su último trabajo, que planea rodar precisamente en la casa familiar abandonada, llena de ecos y portazos que el arte ya no puede deshacer.
La escena del encuentro entre padre e hija en un café —donde se formula la propuesta— es una de las más perturbadoras del film. Se dicen pocas palabras. Pero los silencios, las miradas, los gestos mínimos cargan con una violencia latente. Es una escena profundamente bergmaniana: no por lo que ocurre, sino por lo que no puede decirse sin romper algo.
Si Nora rechaza la oferta, si insiste en “actuar sólo a las viejas heroínas clásicas”, como le reprocha su padre con una crueldad casi distraída, Gustav recurrirá a una admiradora: la estrella estadounidense Rachel Kemp (Elle Fanning), dispuesta incluso a aprender noruego para interpretar a la mujer que cree que fue la abuela del director. Pero Rachel, en esa casa, es una intrusa. Una extranjera que ama el guion, que llora al final de un ensayo, pero que no encaja.
Trier subraya su deliberada filiación bergmaniana con una serie de primeros planos que remiten directamente a “Persona”, pero se permite fugas de humor que alivian sin neutralizar el drama: un comentario sobre un “banquito de Ikea”, el regalo de unos DVDs a su nieto, quien naturalmente no sabe qué son. Entre ellos, la película “Irreversible”, el violento drama de nuestro compatriota Gaspar Noé. El guiño no es casual. Lo irreversible es uno de los motivos conductores del drama.
“Valor sentimental” condensa buena parte de la obra previa de Trier —de “Reprise” a “The Worst Person in the World”— y la lleva a un territorio más áspero: el de la herencia emocional. El conflicto entre lo irreversible y lo aún posible se expresa en la persistencia muda de los objetos. Nada vuelve, nada se corrige. Pero las cosas permanecen como testigos de lo que no tuvo reparación. Trier filma lo irreparable sin solemnidad, con una sensibilidad que, incluso entre los restos —materiales y afectivos—, encuentra la forma de dejar una puerta entreabierta. No para volver atrás, sino para mirar de frente lo que queda.
“Valor sentimental” (“Sentimental Value”, Noruega, Alemania, Dinamarca, Francia, Suecia, 2025). Dir.: Joachim Trier. Int.: Renate Reinsve, Stellan Skarsgård, Elle Fanning.
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