6 de enero 2024 - 00:00

Lecturas de verano: ¿para qué sirve leer?

En un mundo cada vez más inexplicable, no es menos tiempo, ni menos palabras lo que necesitamos, sino menos apuro.

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El otro día Instagram me sugirió unirme a una masterclass gratuita para leer más libros en menos tiempo. Debo confesar que muchas veces uso el chatGPT para resumir algún artículo que debo leer y que no me interesa demasiado. También, al igual que la mayoría, escucho audios en uno punto cinco y zigzagueo los mensajes demasiado extensos.

Leer da pereza. Las palabras a veces son un muro entre la urgencia de saber y el deseo de explorar otros temas. Y les pedimos que se lean más rápido, que sean más compactas. Y por un lado eso está bien: la brevedad nos sirve para entender sin demoras y pasar a la acción. O para consumir más contenido, una necesidad bastante vital para abarcar un presente tan complejo.

Pero a la vez me pregunto por qué querríamos menos palabras. No siempre lo breve es dos veces bueno. A veces es solo insuficiente.

De vez en cuando imagino que una economía exagerada del lenguaje nos lleve a una comunicación hecha a base de gruñidos, como en un estadio previo al idioma. Y eso podría ser bastante funcional (aprender otras lenguas sería una pavada). Pero ¿qué sucedería si ya tuviéramos menos vocabulario para nombrar y decir?

Al nombrar le damos entidad a lo que vemos, pensamos, sentimos. Y pocas cosas son más tranquilizadoras que la claridad de una idea o un sentimiento. Sin palabras precisas, el alrededor perdería nitidez, se volvería borroso y amenazante.

En un mundo cada vez más inexplicable, no es menos tiempo, ni menos palabras lo que necesitamos, sino menos apuro. Para nombrar, profundizar o dejar pasar. Y así tranquilizarnos, reconfortarnos. Sostenernos.

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La lectura, aunque demande un esfuerzo, también nos da el tiempo necesario para procesar. No es solo pasar palabras con la vista; se trata de un acto de comprensión y de conexión. La lectura desafía la brevedad porque exige espacio para desarrollar lo que viene a decirnos. Y, durante el lapso que transcurre el recorrido por una lectura sentimos el tiempo que pasó. Esas sensaciones –la demora, el silencio- nos hace tomar consciencia. Y consistencia.

Hay un dicho en inglés que dice: “a rolling stone gathers no moss” que significa que una piedra que nunca se detiene no acumula musgo. Y cuando todo cambia de manera tan veloz, necesitamos de la rapidez para adaptarnos, pero la contracara del movimiento frenético es que no se genera el sedimento necesario para crear algo lo suficientemente fuerte.

La lectura es una alternativa para bajarnos de la montaña rusa demencial. Pero no me refiero al escape en la forma de entretenimiento ni de vivenciar otros mundos como se suele decir (hay muchos otros recursos para entretenernos en mundos nuevos y lejanos). Es más bien un rescate hacia un lugar imaginario donde podemos sumergirnos en el tiempo y sentir su dimensión a través de las palabras que no buscan ser efímeras, sino transmitir ideas que perduren.

Y por eso es -al menos para mí- un antídoto a la hipnosis en la que suelo caer cuando me dejo llevar por el scrolleo infinito.

Cuando leo un libro me detengo y tomo un desvío. Logro salir de la rotonda infinita de la impaciencia y del tumulto de lo que no me interesa. Me conecto con lo que realmente me gusta. Porque no hay un algoritmo me facilite opciones que supuestamente yo quiero, sino que aparece mi propia búsqueda guiada por la curiosidad despierta.

En una realidad llena de información, pero acotada de palabras y escasa de sentido, la lectura aparece como un lugar donde reponerse, construir significados y desperezar la curiosidad. Se abre un espacio donde unir ideas propias a otras que nos atraviesan y, tal vez, dar lugar a algo nuevo entre la planicie de las ideas repetidas.

Entonces, creo que voy a dejar pasar lo de la masterclass gratuita y voy a usar ese tiempo para ir a la librería, leer contratapas y elegir mi próxima lectura.

Autora de "Odisea del hambre" editada por Del Nuevo Extremo.

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