5 de marzo 2023 - 00:00

Martín Aquino, el Moreira oriental

El 5 de marzo de 1917 moría el último matrero en tierra oriental.

En cada fogón o pulpería de campaña, su vida era contada de distinta forma, entre el panegírico y la detracción, entre el mito y la exageración, convertida en una mezcla de verdades a medias (que también son medias mentiras) y de leyenda (que solo tienen de verdad lo que se quiere recordar de este hombre).

Como todos los bandidos rurales, Martín Aquino desafió al orden político, social y económico. Fue perseguido por el gobierno pero rehabilitado hasta la inmortalidad por sus congéneres, identificados en sus pesares por esa rebeldía que no todos se atreven a ejercer. Martín Aquino, como Juan Moreira (1829-1874), Hormiga Negra (1837-1918) y tantos héroes populares, representaba la fantasía revoltosa que todos tenemos dentro para escapar de la monotonía de nuestra existencia gris.

Como muchos héroes populares sus inicios fueron inciertos, aunque casi todas las versiones sostienen que nació en la Rambla del Arroyo Vejigas, cerca de Tala, en 1889. Su madre era Francisca Aquino y su padre desconocido. Se sabe que tuvo un medio hermano llamado Fabián Pinela, compañero de aventuras.

Dicen que con 15 años, Martin se sumó a la patriada de Don Aparicio Saravia. Aseguran que peleó para los blancos hasta que fue apresado e incorporado al ejército del gobierno, regido por los colorados. Apenas un año más tarde se incorporó como agente de policía en la comisaría de Tala, aunque poco duró en el puesto. La vida de Martín Aquino no era la del cuartel...

Hizo un poco de todo hasta que se conchabó en una estancia como peón de a caballo. No tardaron en aparecer los problemas con el patrón, aunque la razón de la disputa permanezca incierta… que un descuento de plata que no correspondía, que una orden dada de mal modo… lo cierto es que Martín Aquino sacó la colt del cinto y dejó hablar a las balas. Si el patrón murió en el acto o lo hizo de viejo tiempo después, nunca se sabrá, pero la afrenta fue la suficientemente grave como para obligarlo a abandonar su vida de peón de estancia y convertirse en matrero. Un día robaba unos corderos, al otro se agenciaba unas pocas vacas o después se llevaba algunos pingos criollos a la frontera con el Brasil.

Aquino bien conocía los caminos ocultos de la patria, los senderos desconocidos que surcaba una y otra vez con tropillas o arreos o escapando de la ley.

La gente que lo conocía lo respetaba y protegía. Sabían quien era Aquino: un hombre de pocas palabras al que el destino le había jugado una mala pasada… pero eso no lo sabía o no le importaba a la justicia ..

Aquino siguió con su vida, se conchababa en algunos arreos donde demostraba su destreza con el lazo y en las tareas camperas. No ocultaba su nombre que ya se había hecho célebre de tanto esquivar a los agentes del orden.

A Martin Aquino no se le conoció mujer, el hombre no tenía tiempo para pareja, siempre perseguido por la justicia, corriendo de un lado a otro. Solo daba rienda a su virilidad con amores rentados.

Sin embargo, siguió trabajando de arriero llevando tropillas de aquí para allá y cuando llegaba el momento de la paga y le preguntaban con quién habían tenido el gusto de tratar, entonces contestaba en voz clara y fuerte para que no existiesen dudas: “Ponciano Martín Aquino, pa’ servirlo”.

A la policía mucho no le costó dar con su paradero, y en 1909 el hombre se trenzó en un feroz tiroteo con una partida donde el agente Juan Ojeda se llevó la peor parte. Aquino huyó a Brasil pero fue apresado y entregado a las autoridades orientales. Cumplió un año de prisión en la penitenciaria de Minas por las dos muertes que le atribuyeron, pero en 1913 logró escaparse.

Valiéndose de sus conocimientos del terreno se desvaneció entre cuchillas y cañadas. Las autoridades estaban que trinaban, un gaucho ignorante y matrero parecía tomarles el pelo.

La prensa uruguaya señaló la incompetencia de las fuerzas del orden, ¿cómo es que no podían dar con este hombre? Había que capturar a este bandido y, a tal fin, lo busó por Florida una partida a las órdenes del teniente coronel Juan Ignacio Cardozo.

En la Horqueta de Arias le dieron alcance a Aquino que andaba con su medio hermano. En la sorpresa una bala le rozó el cuello y la camisa se bañó de sangre. Todos creyeron que los días del matrero habían llegado a su fin... pero se equivocaron.

Con su colt le acertó de pleno al coronel Cardozo que quedó tendido cuan largo era e hirió al comisario Román que moriria horas más tarde. Aquino escapó en su pingo dejando un rastro de sangre, pero nadie lo quiso perseguir.

Nuevo escándalo en Montevideo, la prensa se preguntaba hasta cuándo este matrero quebraría la paz del interior. Nadie podía estar a salvo con gente como esa moviéndose a sus anchas por todo el país. El gobierno puso al 2° Regimiento de caballería al mando del comandante Klein para dar con su paradero; pero Aquino los esquivó.

Lo que no pudo evitar Aquino fue la admiración que suscitaba entre el gauchaje por esta guerra solitaria. En el campo su figura ganaba en prestigio, sus hazañas –multiplicadas y exageradas– llenaban las charlas en almacenes y fogones donde se dibujaba su sombra fugitiva. La fama lo alcanzó y Aquino se dio cuenta que no podía seguir alardeando con su nombre y su figura solitaria. Por un tiempo Nepomuceno Saravia, a quien conoció en sus años mozos, le dio cobijo y Aquino trabajó para el caudillo como un simple peón. Pero ninguna paz es para siempre y menos si se corría el rumor que era hombre de Nepomuceno… Las autoridades lo seguían de cerca y para atraparlo infiltraron a un hombre entre la gente cercana a Aquino. El judas se llamaba Nicomedes Olivera, quien confirmó la identidad del fugitivo y así selló su destino.

En Fraile Muerto la policía dio con Aquino acompañado por Roque Franco y el “indio” Melgarejo. La lucha fue dispar. Dieciséis agentes lo rodearon y dieron la voz de alto, pero Aquino les devolvió el convite con las balas de su revolver. En el tiroteo murió Melgarejo y Franco ganó el monte. Aquino quedó solo, disparando contra los milicos hasta que le quedó una bala, esa que ya tenía dueño.

En sus días de encierro, entre las cuatro paredes roídas en la cárcel de Minas, Aquino se había jurado a sí mismo que nunca jamás habría de pasar un solo día más privado de su libertad y entonces hizo lo último que necesitaba para convertirse en canto y palabra escrita, en leyenda y misterio, en pintura, en voces e imágenes. Martin Aquino, el último matrero, se pegó un tiro en la garganta.

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