26 de septiembre 2019 - 00:01

El país de Cucaña

El país de Cucaña, también llamado en algunas versiones "Tierra de Jauja", es un lugar mitológico que las fantasías medievales supieron ubicar en diferentes latitudes del mundo europeo y en el que reinaba siempre la abundancia.

Las Cataratas del Iguazú, uno de los principales destinos turísticos elegidos por los argentinos. 
Las Cataratas del Iguazú, uno de los principales destinos turísticos elegidos por los argentinos. 

Las ideas se emancipan de los hombres en cuanto pueden. Nadie es en realidad completamente dueño de lo que piensa; nadie es jamás enteramente un creador. Figura ya en los anales de la historia que fue Isaac Newton, en este mismo sentido, quien supo decir: “si he visto más lejos, es porque me he parado sobre hombros de gigantes”, en un espectacular acto de humildad que intentaba minimizar sus brillantes aportes a la ciencia, aludiendo a todo lo que él había aprendido de sus predecesores. Las ideas no son entonces enteramente de nadie, pero al mismo tiempo, todos somos un poco esclavos de ellas.

El país de Cucaña, también llamado en algunas versiones “Tierra de Jauja”, es un lugar mitológico que las fantasías medievales supieron ubicar en diferentes latitudes del mundo europeo y en el que reinaba siempre la abundancia. Este relato fantástico inspiró directamente a Pieter Brueghel en 1567, para la confección del óleo “El país de Jauja” que hoy permanece en resguardo en la Pinacoteca Antigua de Munich, al poeta luterano Hans Sachs para su obra “Tierra de Glotones” de 1530, y hasta al mismísimo Tomás Moro para la redacción de su relevante Utopia, de 1516.

Sin embargo, la idea de un terreno idílico en el cual los recursos fueran infinitos y en donde la carencia nunca dijese presente, puede rastrearse siglos y siglos antes en los mitos o revelaciones fundantes de religiones tan diversas como la egipcia, con sus Tierras de Aaru, la griega, con los Campos Elíseos, o en el propio Paraíso bíblico, del que Adán y Eva fueron finalmente expulsados, entre muchas otras.

Decía al comienzo que todos los hombres son esclavos de las ideas, y los argentinos no somos la excepción. En determinado momento de nuestra historia reciente (o no tan reciente), comenzamos a comportarnos como si el mítico País de Cucaña hubiese dejado su cariz fantástico para adquirir realidad terrena. Y no solo eso, sino que este vergel infinito no sería otro que éste, nuestro querido país, situado al sur del continente americano.

Desde entonces, hemos abandonado la idea de producción en nuestros discursos políticos para transformarla, como en una mutación alquímica medieval, en mera distribución. Cuánto, cómo y dónde distribuir, ocupa nuestra agenda pública práctica y discursiva, mientras que el cómo, cuanto y dónde producir, queda solo relegado a algún pobre argentino perdido que aún no se ayunó con la buena nueva de que la escasez en estos lares, fue simplemente desterrada.

Contado de este modo, la irracionalidad fantástica de que la abundancia es meramente producto de vivir en determinado lugar de la tierra, independientemente de lo que hagan o sepan los hombres, se vuelve evidente. Sin embargo, sobran ejemplos en nuestro sentido común (tan poco común, quizá diría Borges), de que realmente nos creemos habitantes del País de Cucaña.

Expresiones como la de “a toda necesidad, un derecho”, o “¿cómo puede haber hambre en un país que puede alimentar a millones de personas?”, o “acá tiras una semilla y te crece un bosque”, son suficientes muestras de que hemos perdido el rumbo; rumbo que otras naciones, incluso limítrofes con nuestro paraíso fantástico, han sabido encontrar y sostener para que la pobreza se erradique día a día, pero no por arte de magia, ni al candor de ideas míticas, sino como producto directo de sostener las políticas que posibilitan a lo largo y ancho del mundo, generar riqueza, abundancia de oportunidades y verdadera prosperidad.

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