«Buena Vida Delivery» (id., Argentina, 2003; habl. en español). Dir.: L. Di Cesare. Int.: I. Toselli, M. Anghileri, O. Núñez, A. Palmes, S. Da Silva.
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Por fortuna, «Buena Vida Delivery» eludió la habitual maldición del Festival de Mar del Plata, consistente en que las películas que ganan el premio mayor, llamado desde su última edición Astor de Oro, terminan sin estrenarse (desde su recuperación en 1997 hasta hoy, sólo «La lección de tango», y ahora el film de Leonardo Di Cesare, eludieron esa fatalidad).
Hecha a los saltos y en condiciones de extrema incertidumbre económica, «Buena Vida Delivery» es un bienvenido regreso al cine de género; en su caso, la recuperación de un grotesco nacional neorrealista, que tiende un puente entre la tradición sainetera de Armando Discépolo y la modalidad actual del cine urbano. Di Cesare demuestra una certera observación de los sectores sociales medios-bajos, y una habilidad para la creación de situaciones poco frecuentes en un debutante. Del mismo modo, si bien su film es sólido, también es imperfecto, aunque sus impurezas no lo dañan.
El protagonista Hernán (Ignacio Toselli) es el perdedor por naturaleza, que (como se apuntó en el momento de su pase en Mar del Plata) tiene muchos puntos en común con el destino de varios antihéroes del cine negro de los '40: cuando el público más o menos entrenado descubre cómo va cayendo en las redes de una mujer dulce, aparentemente desprotegida, empieza a temer por él, y no se equivoca.
Hernán, que queda como único morador de su casa suburbana cuando el resto de la familia se marcha a España, necesita subalquilarla. Para ello, comete el peor de los errores: ofrecérselo a Pato (Moro Anghileri), la atractiva empleada de una estación de servicio de la que se ha enamorado. Doble error, económico y sentimental.
La entrada de Pato en su casa es equivalente, en el micromundo de la comedia negra, a la del caballo de Troya: con ella vendrá el resto de su familia, encabezados por su padre, ese magnífico actor que es Oscar Núñez (que hizo un secundario de antología en «Nueve reinas», entre otros trabajos). A Hernán le invaden todo, pierde sus espacios, su intimidad, su tranquilidad. Le instalan una churrería, desfila gente cada vez más hostil, y poco a poco, como era de esperar, la comedia torna al film policial.
En cuanto a sus impurezas, no es difícil detectarlas, sobre todo en ciertos bloqueos en la evolución de la historia, una vez que se ha instalado el conflicto. Si el film llega a él de manera rápida y limpia, a Di Cesare le cuesta desenvolverse en su interior con la misma tensión e interés. Del mismo modo, el desenlace le juega una trampa que sólo puede atribuirse a lo mismo que le ocurre a su protagonista. Si a un personaje le sale caro enamorarse de la mujer indebida, a un autor le puede costar mucho más.
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