Washington - Al politólogo Francis Fukuyama le encanta repetir en sus clases que Ross Perot, el candidato independiente que arruinó las posibilidades de reelección de George H.W. Bush en 1992, cuando logró 19% de los votos, no tenía ni idea del sistema político de EE.UU., ya que durante la campaña prometió arreglarlo «como se arregla el motor de un coche».
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En realidad, el sistema institucional estadounidense es fragmentado y caótico, por lo que la búsqueda del consenso y de la negociación es una constante. Bush tuvo la suerte de que los atentados del 11-S crearan una corriente de simpatía popular por la Casa Blanca que le dio un enorme margen de maniobra. Pero ahora las cosas han vuelto a su cauce habitual.
En EE.UU., que el presidente sea de un partido y el Congreso de otro es cualquier cosa, menos excepcional. Lo raro hubiera sido que la oposición sólo controlara la Cámara de Representantes, y no ambos cuerpos legislativos. Pero eso no implica ningún atasco legislativo. Bill Clinton logró superávit presupuestario y un boom económico con un Congreso en manos de una oposición republicana que, literalmente, quería su cabeza.
Ronald Reagan sentó las bases del nuevo conservadurismo estadounidense pese a tener un Legislativo dominado por una izquierda demócrata que echaba de menos los años de la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson. Richard Nixon consiguió la retirada de Vietnam con la oposición controlando las dos cámaras del Legislativo. Y el demócrata Harry Truman sentó las bases de la estrategia estadounidense para toda la Guerra Fría con los republicanos firmemente atrincherados en el Capitolio, que es el edificio en el que están las dos cámaras del Congreso de EE.UU.
La clave para la colaboración está en que el Congreso se limite a perseguir sus propios objetivos y no trate de jugar a usurpar poderes presidenciales. Eso fue lo que intentaron los republicanos a partir de 1994 y, de hecho, lo único que consiguieron fue reforzar a Clinton. Pero, a veces, un Congreso puede ser hostil a la Casa Blanca incluso aunque esté en manos del partido al que pertenece el presidente. Y quien sabe eso mejor que nadie es George W. Bush.
Desde que en 2004 fue reelegido, el presidente se ha llevado los mayores palos gracias a sus compañeros republicanos en el Capitolio. Además, para aplacar a los congresistas, la Casa Blanca ha dado luz verde a todos los programas de gasto habidos y por haber, lo que a su vez ha generado una enorme corrupción que ha enfurecido a los votantes. Con semejantes amigos en el Capitolio, Bush no ha necesitado enemigos.
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