28 de febrero 2005 - 00:00

La renuncia, una opción aún lejana

Roma - Si de él dependiera, Juan Pablo II escogería morir con las botas puestas. A pesar de su cada vez más deteriorada salud, el Pontífice ha manifestado en innumerables ocasiones su deseo de seguir al frente de la Iglesia Católica... hasta que Dios decida relevarlo de tamaña tarea y llamarlo a su lado.

No le importa mostrarse en público como un anciano frágil y babeante, con la mirada perdida a causa del Parkison que desde hace 15 años lo acorrala cada día un poco más. Al revés: el Papa concibe su misión apostólica en tan precarias condiciones físicas como una moderna interpretación de la Pasión de Cristo, como una representación palpable del dolor en la Tierra y de la capacidad del espíritu de triunfar sobre la carne. Su sueño, afirman muchos, sería morir ante un micrófono, bendiciendo a las multitudes o leyendo un sermón.

El calvario que Karol Wojtyla se ha autoimpuesto resulta angustioso de contemplar para muchos cristianos. Sobre todo, dada la enorme exposición mediática a la que está sometido este Papa, un fenómeno hasta ahora insólito en la Iglesia Católica.

• Reclamos

A pesar del empeño manifiesto del Papa de seguir adelante con su magisterio hasta que el cuerpo aguante, con cada nueva crisis de salud que experimenta el Pontífice surgen, inevitablemente, voces que reclaman su renuncia. Existe un precedente, aunque remoto, de dimisión de un Papa por cuestiones de salud.

Ocurrió en 1378, cuando
Urbano VI fue obligado a jubilarse tras decretarse que había perdido la lucidez mental. Y hay quien asegura que Pablo VI estaba decidido a retirarse al cumplir los 80 años, en un signo de modernidad de su Pontificado y a fin de predicar con el ejemplo a los cardenales, a los que había impuesto la exclusión del Cónclave a partir de esa edad. Sin embargo, no lo hizo.

«Si son ciertos los principios dogmáticos sobre los que se basa la elección de un Papa, un Pontífice no puede dimitir», sostiene
Onorato Bucci, profesor de Derecho Canónico en la Universidad Lateranense de Roma, en un artículo que el pasado viernes publicaba el diario «Il Messaggero». «Si es cierto que un Pontificado proviene de Dios, sólo Dios puede quitar a un Papa de su puesto». Sin embargo, en el Vaticano se baraja la posibilidad de que, en el interludio tras la muerte de Juan Pablo II y el nombramiento de su sucesor, la Santa Sede cree un instrumento jurídico que «invite» al futuro Pontífice a consultar una suerte de comisión cardenalicia interna que le asesore sobre la posibilidad, siempre elegida voluntariamente por el Papa, de dimitir por motivos de salud.

• Opiniones

En el caso de Juan Pablo II es difícil pensar en esa eventualidad, dado el empeño del Pontífice en seguir adelante con su magisterio hasta el fin de sus días. Ni siquiera en el caso de que el Papa perdiera la capacidad de hablar se plantearía su retiro forzoso, dado que la Santa Sede considera que eso no le impediría seguir adelante con sus funciones apostólicas. Al menos, así se han manifestado recientemente tanto el secretario de Estado vaticano, el cardenal Angelo Sodano, como el cardenal Mario Francesco Pompedda, prefecto de la Signatura Apostólica.

Sin embargo,
no todos consideran viable que al frente de los 1.000 millones de católicos que se cuentan en el mundo se halle un Papa mudo. Entre los que así piensan está el cardenal argentino Jorge María Mejía, amigo personal del Papa, quien en los fastos de celebración de los 25 años del Pontificado de Juan Pablo II ya dejó caer que, en su opinión, un Papa privado de la facultad de hablar tendría que plantearse forzosamente su dimisión. «Un Papa mudo no puede celebrar la Eucaristía», destacaba.

Pero, en principio, el Vaticano sólo se plantearía la jubilación forzosa de Juan Pablo II en caso de que el Papa diera signos de haber perdido sus facultades mentales. En Roma se especula con la posibilidad de que, en previsión de que ocurriera esa eventualidad, el Pontífice ya haya dejado instrucciones escritas renunciando a su cargo y pidiendo su ingreso en un convento en Tatra, entre Eslovaquia y Polonia. El Vaticano, por supuesto, mantiene un silencio sepulcral al respecto.

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