Producto genuino del trabajo y la ambición
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Es verdad que los vecinos de Neuilly-sur-Seine, arrabal aristocrático de París, le han concedido un entusiasmo castrista durante 20 años de angélica alcaldía (1983-2002), pero el primer asalto al trono municipal se produjo maquiavélicamente sin la mediación de las urnas.
Había muerto de un infarto el alcalde titular, Achille Peretti. Y estaba llamado a sustituirlo Charles Pasqua, pigmalión de Sarkozy... y víctima de un parricidio inopinado: el joven concejal (tan sólo tenía 28 años) urdió una trama a beneficio propio aprovechando que su mentor se recuperaba de una hernia.
Los psicoanalistas aluden al episodio para explicar el sentimiento de venganza hacia el progenitor (biológico, simbólico y político).
Sarkozy nunca perdonó al donjuán de su padre haberlo abandonado con cinco años. Tampoco quiso identificarse con la cultura húngara ni llevaba puesto el anillo nobiliario de una familia chejoviana que emigró de Budapest hasta París para amortiguar el latigazo comunista.
Llama la atención el orgullo patriótico de Sarko teniendo en cuenta que seis de sus ocho bisabuelos no eran franceses. También su venerado abuelo y educador provenía de una familia grecosefardí que abjuró cívicamente de la estrella de David.
Ya se ha ocupado Le Pen de recordar el árbol genealógico de Sarkozy para denigrarlo como bastardo de Francia. Expresión hiperbólica e indecorosa de una campaña de demonización que han atizado los medios de la izquierda y que han voceado sus rivales. Acusan a Sarkozy de peligroso y extremista. Lo identifican con el delirio del Frente Nacional. Sospechan que el providencialismo sarkozyano puede propagar la cólera.
Es una caricatura de Sarkozy. Un retrato que lo despoja de su fe granítica y de su obstinación aznarista. Una distorsión, en suma, que distrae la naturaleza reformista del presidenciable. Sería más fácil atacarlo por su ambigüedad económica (¿liberal o proteccionista?); cuestionar la heterogeneidad de sus referencias ideológicas (de Malraux a Camus); reprocharle la amalgama entre identidad e inmigración; discutir, incluso, el oxímoron que subyace en el lema de la «ruptura tranquila».
Sarkozy quiere romper con el sistema que él mismo ha protagonizado como ministro ( Economía e Interior) y como líder de un partido que lleva ocupando el Elíseo desde 1995. Denuncia la degeneración de la política francesa, pero lo hace, como en Marsella, delante de los halcones del Ejecutivo y en presencia de Alain Juppé y Raffarin, ex jefes de gobierno a las órdenes de Chirac reciclados en corifeos del nuevo mesías.
Quiere decirse que Sarkozy, puestos a romper, también tiene que romper consigo mismo y con sus implicaciones políticas del pasado. No basta con asesinar (otra vez) el reflejo paternal de Chirac. Tampoco es suficiente vocear su reputación del primer policía de Francia ni rentabilizar a beneficio propio los temores de los franceses (inmigración, seguridad).
La metamorfosis sobrevino mediática y teóricamente el día de su investidura: «He cambiado», repitió una y otra vez desde la tribuna.
El ejercicio de humanidad ha revestido su programa de una pátina moralizadora. Sarko habla de valores. Proclama la meritocracia. Exige a los inmigrantes la comunión de la República.
Quiere que los niños de pongan de pie cuando el profesor entra en clase. Incita al riesgo y al coraje. Como hizo él cuando tuvo delante a los compañeros del sindicato comunista: «Un día seré presidente de Francia».
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