La política moderna nació con una promesa: que los ciudadanos, al renunciar a parte de su libertad natural, podían fundar un orden más justo, protegido por leyes comunes y gobernado por la voluntad colectiva. Esa promesa, el llamado "contrato social", fue el gran ideal ilustrado. Jean-Jacques Rousseau entendió que la verdadera libertad no consiste en hacer lo que se quiere, sino en obedecer a una ley que uno mismo ha contribuido a crear. Esa fue, y sigue siendo, la esencia republicana del pacto: un orden donde el poder se legitima no desde arriba, sino desde la soberanía popular.
Del Contrato Social de Rousseau al Contrato Urbano en el siglo XXI: refundar la política desde las ciudades
En plena crisis de representación, las ciudades emergen como laboratorios de soberanía, participación y economía real. El siglo XXI no necesita una revolución: necesita un nuevo pacto.
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Pero hoy, esa fórmula parece agotada. Las instituciones que debían garantizar derechos se sienten lejanas, la representación se ha vuelto opaca, y la vida pública ha sido reemplazada por la gestión administrativa o el espectáculo permanente.
En paralelo, otro fenómeno avanza sin pausa: la ciudad. Las urbes se han convertido en el centro de gravedad del mundo. Allí se concentran el conocimiento, el trabajo, el conflicto y la creación. Mientras la partidocracia se desgasta, las ciudades crecen como espacios de innovación, resistencia y futuro. No es casual: allí donde el viejo contrato se rompe, nace la necesidad de un nuevo pacto.
Vivimos en medio de una transformación profunda. Las migraciones internas y globales reconfiguran el mapa social. El trabajo ya no se parece al que conocimos: plataformas, automatización, inteligencia artificial y economías colaborativas están cambiando las reglas del juego. El ocio ya no es una pausa, sino una industria. El saber se democratiza, pero también se privatiza en manos de grandes corporaciones. Las tecnologías multiplican posibilidades, pero también vigilancias. En este contexto, las estructuras políticas heredadas, pensadas para otra época, comienzan a crujir.
¿Y si el problema no es la política, sino su forma? ¿Y si el contrato social del siglo XXI no se firma en los palacios del poder, sino en los barrios, las redes, los espacios culturales, los movimientos urbanos, los laboratorios de innovación, las cooperativas digitales?
Necesitamos pensar un “contrato urbano”. Un nuevo acuerdo colectivo que reconozca los desafíos de este tiempo: la economía urbana, la inteligencia artificial, la necesidad de empleo digno, la participación ciudadana real, la ética del cuidado. Ya no basta con administrar. Es tiempo de imaginar. De deliberar. De proponer otras formas de convivir, producir y decidir.
En este proceso, es clave recuperar el verdadero sentido de la libertad. No como consigna de un partido ni como slogan electoral, sino como patrimonio común de la ciudadanía. La libertad no se agota en la elección cada dos años ni se garantiza por decreto: se construye todos los días, en el derecho a participar, a disentir, a decidir sobre lo que nos afecta. Ser libre hoy implica también poder habitar una ciudad justa, tener acceso al conocimiento, contar con oportunidades reales, ser reconocido como sujeto pleno de derechos.
Este nuevo pacto no será vertical ni uniforme. Será múltiple, distribuido, vivo. No reemplazará la ley, pero le devolverá sentido. No eliminará los gobiernos, pero los obligará a escuchar. No suplantará la política, pero la invitará a reinventarse.
El contrato urbano no es una utopía. Es una urgencia. Porque lo que está en juego no es solo el sistema político, sino la posibilidad de construir una comunidad más libre, más justa, más humana.
Jorge Giorno fue diputado en la legislatura de la ciudad de Buenos Aires en dos oportunidades y presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), actualmente preside el Partido de las Ciudades en Acción.
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