4 de enero 2007 - 00:00
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De ese hombre continúa enamorada su esposa, una brillante documentalista (Jenniffer Connelly), y por él pierde la cabeza una insatisfecha ama de casa (Kate Winslet), quien a su vez está casada con un acaudalado zar de la publicidad que tiene un punto débil: se masturba a diario mirando imágenes en Internet, amordazado con un panty (antológica la escena en la que, una mañana, la pobre Winslet husmea la PC del vicioso cónyuge cuando él se marcha al trabajo: o bien el hombre no vacía desde hace meses el cesto de residuos, o su capacidad eyaculatoria es superior a la de todo un regimiento).
No menos sublime es la escena en la que la misma Winslet, y un grupo de esas típicas vecinas con inquietudes literarias, hacen un taller sobre la novela de Flaubert y llegan a extrañas conclusiones sobre un párrafo ambiguo. Erróneas o no, esas conclusiones serán rápidamente puestas en práctica por la adúltera y el frustrado patinador en la escena siguiente: al fin y al cabo, ella es una mujer insatisfecha, no una filóloga.
Pero el aspecto más funesto de la historia es la presencia de otro personaje, un desagradable exhibicionista que ha purgado su culpa en prisión, vuelve al pueblo, y un día aparece en la pileta de natación de un club familiar. Tras una estampida al estilo « Tiburón», nos enteraremos de la existencia de una liga parapolicial formada para combatir al perverso, y presidida por un ex agente fanático de las buenas costumbres... sí: también él esconde su secreto íntimo.
Durante años, inclusive al referirse a sus grandes obras maestras (como algunos westerns) al cine norteamericano se le reprochaba con total miopía su «moral maniquea». La de hoy, muchas veces un mejunje de difícil dilucidación, suele recibir menos reproches.
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