27 de mayo 2020 - 00:00

Otra deuda: consumidores

La situación que viven los consumidores frente a la coyuntura social y económica, aún con las “normas aspirinas” -que difieren pagos de tarjetas, congelan créditos o utilizan lecturas de medidores estimativas contracíclicas-, profundiza el efecto de la crisis que deriva en el “sobreendeudamiento de los consumidores”, fenómeno definido por la CSJ en el fallo Rinaldi, como la “manifiesta imposibilidad para el consumidor de buena fe de hacer frente al conjunto de deudas exigibles”.

Las relaciones de consumo se categorizan a partir de un denominador común que es básicamente la inequidad entre las partes. Esa singularidad impulsó a la doctrina, a la jurisprudencia y a la legislación a forjar un nuevo esquema diferenciado de la paridad que caracteriza a las relaciones comerciales. En estos casos, el manifiesto desequilibrio existente entre las empresas proveedoras de bienes y servicios y la figura del usuario o consumidor ubica a este último en una situación de desventaja técnica y económica.

Ese privilegio se erigió en los principios del derecho continental europeo. Adoptó el nombre de un instituto del derecho de la competencia: la posición dominante. Alejado del derecho empresarial, cobró nueva vida en los contratos de consumo y se extendió a todas las relaciones en las que una de las partes, independientemente de su dimensión, se ubica en un punto central del contrato, sometiendo a la otra a partir de su dominio, posesión, conocimiento o experticia en el bien proveído o el servicio prestado. Esta disparidad reclama la presencia estatal para reponer el equilibrio, desbalanceado por esa posición dominante.

Los países desarrollados, a fines de los 70 ya contaban con leyes que tutelaban los derechos e intereses de los consumidores. Si bien “todos somos consumidores” y el consumo forma parte de nuestros hábitos, esta rama del derecho irrumpió con autonomía a partir de la sanción de la Ley 24.240, de Defensa del Consumidor, en 1993. Luego se elevó al rango constitucional con la incorporación del nuevo artículo 42 en la reforma de 1994.

La tutela a los usuarios y consumidores, en la Constitución, obliga a consolidar una interpretación coherente del principio protectorio; no existe hoy una norma que regule el estado de sobreendeudamiento o quiebra del consumidor y que brinde una solución al grave problema económico que enfrenta más de la mitad de la población argentina. Y que se visibilizará aún más pasada la pandemia.

Este vacío legal es una grave omisión y desamparo estatal. Si bien muchos casos se encuadran dentro del art. 288 (pequeños concursos), de la Ley de Concursos y Quiebras Nº 24.522, esta norma no se condice con los principios protectorios del derecho del consumidor que deben informar las reglas procesales aplicables, pues se sitúa al consumidor y su patrimonio en una posición más gravosa que la carga que le corresponde por su quebranto. Este tipo de acciones se encuentran ancladas en las fuentes del derecho comercial y en una “igualdad de armas” entre las partes, que es una falacia en las relaciones de consumo. Obligar a un recorrido procesal en un marco de justicia conmutativa a entidades de notorias diferencias en recursos profesionales, del conocimiento, patrimoniales y privilegios por la especialidad, es una condena anticipada y una lesión que el constituyente buscó limitar o evitar en el nuevo articulado. Se apostrofa a un consumidor que cae en una situación de sobreendeudamiento, prejuzgándolo por mala fe o por ser un administrador negligente, sin evaluar las consecuencias. Este prejuicio social y absurdo no soporta un test de veracidad. Para analizar el sobreendeudamiento de los consumidores, hay que distinguir dos etapas muy claras. En una se encuentran las causas que originan la deuda y luego las que llevan al incumplimiento de las obligaciones.

Las tarjetas de crédito son el principal rubro de estas deudas. En 2018 el 68% de los argentinos se encontraba pagando cuotas de tarjetas o préstamos. En 2019 el porcentaje subió a 77%. El saldo de préstamos personales creció $373.964 millones en la última década. La deuda bancaria de las familias según los datos del BCRA al 22 de abril de 2020 es de aproximadamente $1,2 billones (de los nuestros, que son mucho más que los norteamericanos, al menos nominalmente hablando).

En el “II Informe de Inclusión Financiera” (abril 2020) del BCRA se percibe que el 51% de los consumidores tenía por lo menos una financiación para septiembre de 2019. En los últimos meses, aumentó la cantidad de personas humanas con deuda en situación irregular (con atrasos superiores a 180 días en el cumplimiento de sus obligaciones). Pronóstico que, pasada la pandemia, estas estadísticas nos harán añorar como en la coplas de Manrique, porque a nuestro parecer, todo tiempo pasado fue mejor.

La acentuada crisis económica y la caída de ingresos durante la cuarentena propiciaron un peor escenario. Sólo en abril, 8 de 10 familias no pudieron hacer frente a sus obligaciones o se atrasaron en los pagos, generando un fuerte endeudamiento a pesar de los paliativos y congelamientos dispuestos por las autoridades.

Completando el desalentador cuadro, el déficit de la educación para el consumo genera desconocimiento de los derechos básicos e incomprensión total sobre finanzas personales, manejo de deudas o cálculo de tasas de interés. Poco sirve la obligatoriedad de suministro de información al consumidor impuesto por ley si no se cuenta con las herramientas y recursos necesarios para poder comprender, evaluar y elegir. Es fundamental instruir acerca de costos, tasas de interés, recargos punitorios, y también sobre los procedimientos y procesos para hacer valer sus derechos.

Entre los análisis crudos de la realidad global imperante en la economía, Bauman ha dedicado variadas y sarcásticas referencias a la potencialidad de la noción de consumo como un nuevo esquema de ciudadanía. Fuera del doble sentido impuesto por el pensador húngaro, la salida de la crisis sanitaria, como la marea baja, dejará una situación al desnudo y poca tierra firme en la que guarecernos. El esquema de judicialización nacional para ejecutoriar los acuerdos, laudos o sanciones dispuestas en las naves de la administración central se expondrá como ineficiente para resolver los conflictos de consumo. Por el contrario, la reciente inclusión en el fuero contencioso administrativo y tributario de la CABA de estas relaciones abre un panorama alentador. Una Justicia con un alto nivel de profesionalismo, altamente digitalizada y con una competencia jurisdiccional acostumbrada a la lógica distributiva en su mecánica de decisión garantizará una paridad procesal construida para evitar que las ventajas de las posiciones dominantes, no transformen en ilusorios o desesperantes los reclamos de usuarios y consumidores dañados por esos desequilibrios que condenó el constituyente 25 años antes de la ampliación del fuero contencioso porteño.

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