La entrada en escena de Claudia Cardinale (1938-2025) en “El gatopardo”, de Luchino Visconti, es una de las mejores de la historia del cine. Visconti, operista nato, se guió para ella por el "principio de Puccini", compositor de un sentido dramático único, según el cual la heroína de un drama debe demorar su aparición en escena cuanto sea necesario, de modo que la expectativa del público vaya cada vez más en aumento.
Claudia Cardinale en "El gatopardo": anatomía de una entrada en escena
La actriz, fallecida ayer a los 87 años, actuó en un mismo año (1963) en dos obras maestras, la de Luchino Visconti y "Ocho y medio", de Fellini. Aquí la evocación de una escena clave del primer film
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La primera aparición de Claudia Cardinale en "El gatopardo", a la hora de iniciado el film.
En “El gatopardo” (1963), Visconti llevó al extremo esta enseñanza: A Angelica, el personaje de Cardinale, se la ve por primera vez recién a la hora exacta de iniciada la película, que en su versión internacional dura poco menos de 3 horas (y 3 horas 40 en su copia restaurada).
Don Calogero (Paolo Stoppa), el alcalde del pueblo de Donnafugata, Sicilia, donde transcurre parte de la acción, es el padre de Angelica, a quien los protagonistas del film sólo conocieron de pequeña y que ahora volverán a ver, ya convertida en una espléndida muchacha, cuando concurra al gran baile ofrecido por el príncipe Don Fabrizio (Burt Lancaster), en su palacio de verano.
La aparición de Angelica, materializada en una puesta en escena magistral, puramente “viscontiana”, da un vuelco definitivo al film. No sólo por la iluminación de la figura deslumbrante de Cardinale, quien con su amplio y vaporoso vestido blanco da unos primeros pasos tímidos, vacilantes, con la mirada hacia abajo al ingresar en un mundo que no le pertenece, el castillo de los Salina, sino en los contraplanos del resto de los personajes, cuyas expresiones anticipan y relatan, sin palabras, el drama que sobrevendrá.
Tancredi (Alain Delon), quien con su único ojo sano —lleva emparchado el otro debido a una herida en combate durante la expedición de Garibaldi en Sicilia— la observa incrédulo, embelesado; la angustia y la ira contenida de Concetta (Lucilla Morlacchi), hija del príncipe Fabrizio y prometida de Tancredi, quien ya advierte que tiene frente a sí a su rival; el propio príncipe, cuya sonrisa se desdibuja rápidamente en un gesto de sorpresa por la belleza de la recienvenida, y el garibaldino Don Francesco Paolo (Serge Reggiani), quien inclina la cabeza como señal de severa aprobación.
Sólo después vendrán las presentaciones, los diálogos, y el famosísimo vals de Giuseppe Verdi, con arreglos de Nino Rota, que bailan el príncipe y Angelica, pero esa sola entrada, de unos pocos planos, ese ingreso triunfal y silencioso, define en su totalidad el espíritu del libro: la irrupción de una representante de la floreciente burguesía tras la unificación italiana, y la decadencia irremediable de la aristocracia, que busca un pacto con esa burguesía, y que tanto en la novela de Lampedusa como en el film de Visconti adquieren, como una de sus múltiples formas, el inmediato interés amoroso de Tancredi por Angelica, que lo lleva a hacer a un lado a su aristocrática prima Concetta. Esa única escena, de unos pocos segundos, bastaría para considerar “El gatopardo” como lo que es, una obra maestra.
Ese mismo 1963, y simultáneamente, Claudia Cardinale también actuó en “Ocho y medio”, de Federico Fellini (fue un año de obras maestras). Mucho más tarde, en un reportaje para la televisión, ella comparó los estilos de ambos directores. “Yo me movía entre los dos, y eso me ocasionaba algunos problemas. Uno me quería morocha, y el otro, para llevarle la contraria, me quería rubia. De modo que tenía que estar tiñéndome el pelo continuamente.”
“Con Luchino Visconti era casi como hacer teatro", continuó. "En el set no volaba ni una mosca; no se podía hablar, no se podía reír, ni sonreír. Fellini, en cambio, trabajaba sin guión, todo era improvisación. Marcello [Mastroianni] hablaba tanto por teléfono que Federico ordenó poner una cabina telefónica en el set para que no tuviera que estar saliendo a cada rato."
“Trabajar para Fellini, ser su musa, era un sueño. Si no reinaba el caos, Federico no podía trabajar. Lo necesitaba. Era el extremo opuesto de Visconti, y yo trabajaba con los dos al mismo tiempo. Pero eran dos extremos que me dieron cosas maravillosas, inolvidables, irrepetibles.”
“Sin embargo, en algo se parecían: Luchino y Federico amaban profundamente a sus actores, su ternura era infinita. Con ellos mantuve un vínculo afectuoso durante toda la vida. El cine, en esos tiempos, era aventura. Era pasión”.
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