En el ballet con canto en un prólogo y siete cuadros «Los siete pecados capitales», de Bertolt Brecht y Kurt Weill, se vuelve a elaborar la tesis que marcó las propuestas ético-estéticas del equipo que provocó en las primeras décadas del siglo pasado una abismal ruptura en el arte escénico.
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La historia de las dos Ana (Ana I canta y Ana II baila) surge de una idea de Boris Kochno y George Balanchine, quienes en el París de 1933 imaginaban un ballet para hermanas siamesas. El desdoblamiento de personalidad, la fractura de la intencionalidad y la muestra de caracteres antagónicos aunque confluyentes es la idea central de la obra, que exhibe a dos hermanas unidas por la necesidad y embarcadas durante siete años en una suerte de película de caminos marcada por apetencias materiales.
Las canciones de Brecht y la música de Weill con su sutil ironía se unen en una síntesis perfecta, y componen un friso vibrante de mordacidad y lucidez, y fascinante desde la óptica plástica. Las ideas de Brecht-Weill requieren ser plasmadas por la imaginación de un coreógrafo de fuste. Este no es el caso. Claudio Longo diseñó movimientos para los bailarines que tenían más que ver con el trabajo de servidores de escena que con una genuina planificación dancística. También resulta totalmente errónea la utilización del lenguaje clásico (barra y puntas) para la definición de Ana II, que se convierte -según pide el texto-en una bailarina de cabaret.
La régie de María Crovetto confundió austeridad y economía de recursos con pobreza expositiva. La escena no mostró tensiones dramáticas ni belleza plástica en una tergiversación de los postulados brechtianos. La música en vivo se oyó bien sobre todo por los cinco cantantes dirigidos por Andrés Juncos.
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