8 de agosto 2001 - 00:00

"Los colaboracionistas fueron peores que nazis"

Juana Salabert.
Juana Salabert.
Con su novela «Velódromo de Invierno» la franco-española Juana Salabert conquistó el prestigioso premio Biblioteca Breve 2001 de Seix Barral. El jurado estuvo presidido por el gran escritor cubano, residente en Londres, Cabrera Infante (ofrecemos aparte su valoración de la novela ganadora) y compuesto, entre otros, por Pere Gimferrer, Luis Goytisolo, Almudena Grandes y el mexicano Jorge Volpi, premiado en la anterior edición. Salabert cuenta en su novela la historia de una chica que se salva de morir en Auschwitz, escapando de una redada en París realizada por los colaboracionistas franceses del nazismo. Dialogamos con la escritora, y licenciada en Filología francesa por la universidad de Toulouse, en su breve visita a Buenos Aires.

Periodista: ¿Es francesa? J

uana Salabert: Soy hija de españoles, nacida en Chartes, Francia, en 1962. En la infancia, en casa hablaba en castellano y en la calle en francés. Mis códigos culturales, los que me iniciaron en la literatura, fueron franceses; pero me siento muy espa-ñola.

P.: Sin embargo, el tema que usted eligió para su novela es muy francés...

J.S.: No me siento lejana, sentimentalmente, de Francia. La etapa de la ocupación fue para mí algo decisivo en los estudios. Por otra parte pienso que el racismo, el mal, como en el caso del gobierno de Vichy o de crímenes contra la humanidad, es algo que nos implica a todos. No hace falta haber nacido en un lugar para identificarse con las víctimas originadas por ciertos poderes de ese lugar. En este caso, en connivencia con la teoría nazi.

P.: ¿Cómo aparece en usted el tema «Velódromo de Invierno»?

J.S.: Nace de un miedo infantil, de cuando era pequeña y vi fotos de los que en mayo del '42 se llamó «la primavera de las estrellas». Antes había habido el llamado «estatuto de judíos de Francia», que organizan Pétain y su gobierno. Hay un montón de testimonios gráficos de aquella «primavera» donde se ve a niños yendo a la escuela con estrellas que los marcan como judíos y con cara de angustia de ser señalados con el dedo. Entre esos rostros creí que perfectamente podía estar el mío. Si uno ve un grabado de la Inquisición, hay una distancia. Pero con esas fotos que vi en libros de texto, a los 8 o 9 años, podemos identificarnos de forma inmediata. Sentí un pavor y un dolor que nunca he olvidado.

P.: ¿Qué buscó mostrar en su obra?

J.S.: En mi novela quise reflejar el drama que fue la redada del Velódromo, primera en que se deportan niños a Auschwitz. Esa monstruosidad propiciada por el colaboracionismo francés que va aun más lejos que los alemanes. Cuando a Labal le preguntan: «¿qué hacemos con los niños?», contesta: «los niños también». Encima son deportados en un tiempo distinto a sus madres.

Durante 15 días niños de uno y dos años, estuvieron casi solos en campos franceses, con mujeres detenidas que tenían que cuidar cada una a cien. Uno recuerda esto y piensa que el horror nunca se detiene, los hechos siguen en nuestra conciencia. El drama de esos niños causa vergüenza e impide a los europeos sostener que tenemos una gran cultura. Hemos tenido estupendos creadores y artistas, pero también hemos tenido monstruos, como lo demostró en Alemania Hitler, que llega al poder por los votos. He sufrido mucho escribiendo este libro, hubo momentos durísimos que me hicieron sentir enferma.

P.: ¿Le resulta difícil, entonces, contar cómo es su novela «Velódromo de Invierno»?

J.S.: Está estructurada en dos planos. Uno cuenta lo acontecido en el interior del Velódromo en julio del '42. Tras una redada de 13 mil personas, los sin hijos son rápidamente enviados a los campos y quedan 8 mil, de los cuales 5 mil y pico eran niños menores de 14 años. Viven durante 7 días previos a la deportación en las peores condiciones, en un caos absoluto, sin higiene, sin alimentos, sin medicinas. La niña protagonista de la historia, Ilse Landerman, de origen alemán, logra escapar como en la realidad ocurrió con 4 niños. Deja a su madre y a su hermano pequeño.

El otro plano es en 1992 la voz de Sebastian Miranda, un sefardí oriundo de Salónica, que imaginé había creado una organización de rescate de niños a través de Pirineos. Ese hombre viaja con el hijo de Ilse a España, y le va transmitiendo la memoria de su madre, la de un tiempo, necesita contar como una forma de supervivencia. Intenté destacar la filiación: la relación joven-anciano, padre-hijo, un continente y otro, la historia deshecha y la por hacer. Es también una novela de sentimientos, de lo que significa estar en el mundo cargando con tanto dolor...

P.: Hay un tercer plano: la expulsión de los judíos de España, que usted relaciona fuertemente con lo que ocurrió en 1942 en París.

J.S.: Es que Miranda es de Salónica, de comunidades sefardíes barridas por el nazismo, y tiene como señal de identidad ser sefardí. Puede recordar algo que los españoles no suelen mencionar: ese espíritu nefasto que en 1492 llevó a apartar a lo diferente, cerrarse en una identidad falsa, como lo explicó estupendamente Américo Castro, y no explorar lo mejor de sí.

P.: ¿Cómo investigó lo ocurrido con los sefardíes en Francia?

J.S.: Manejé mucho la prensa de la ocupación en Francia. Recordaré siempre un artículo titulado: «París limpio de la lacra sefardí». Otro, que firmaba Bourreau (Verdugo), era un cuento futurista que decía «en el Jardín Botánico se exhibe el último judío, el nazismo ha triunfado en todo el mundo». En esa prensa se podía ver la impunidad de toda esa gente. Conocemos lo que decían Céline, Brasilach, Drieu de la Rochelle, pero no de tantos que tuvieron un comportamiento igualmente deplorable. Expresaron la curiosa relación del antisemita con sus compatriotas de origen judío, mezcla de fascinación y envidia.

P.: ¿Usted es judía?

J.S.: No. Vengo de una familia materna muy extraña, muy de descreídos, que se bautizaron tarde y tuvieron que hacerlo para poder casarse. Eran católicos, no practicantes y por temor, que tenían simpatía por la religión judía.

P.: Pocos escritores españoles han tratado el tema del nazismo: Jorge Semprún, Max Aub, recientemente Muñoz Molina...

J.S.: Efectivamente, y es históricamente injusto con los 11 mil compatriotas que estuvieron en campos nazis, en la resistencia francesa, que tuvieron un compromiso con Occidente. Ahora hay interés en volver a sentir a España unida al resto de Europa. La gente muy joven en España sabe de la shoa lo que vio en el cine de Hollywood y poco más, no sabe que entre nosotros hubo también deportaciones. El siglo XX fue tan rico culturalmente, pero tan nefasto que nos creó inseguridad, luego de Auschwitz se tiene conciencia de que ya toda barbarie es posible.

P.: ¿Se rompió el silencio sobre el Holocausto que había en España?

J.S.: Es lo que dijo Antonio Muñóz Molina cuando presentó su novela «Sefard», donde rescata la vida de Víctor Klemperer. Kafka y su novia Milena, Primo Levi, entre otros, y marca el olvido de la rica presencia judía en España. Los que escribimos sobre estos temas nacimos y somos del siglo XX, desde Semprún a Jorge Volpi o Muñoz Molina, y necesitamos de la reflexión para saber la tierra que se pisa y lo que se es.

P.: Resulta curioso su interés por la tierra de orígen y la propia identidad que podrían pensarse como temas tipicamente nacionalistas...

J.S.: Una cosa son los nacionalismos desastrosos y otra saber qué somos, y nosotros somos fundamentalmente memoria. Y por tanto debemos luchar porque semejantes barbaries no vuelvan a suceder. Cuando hoy leo términos como «limpieza étnica» siento pavor. Los seres humanos somos los únicos capaces de repetir los errores y los horrores.

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