18 de diciembre 2021 - 00:00

Maradona es el tiempo

No hay cosa más medida que el tiempo, y no hubo persona a la que se la midió más que a Diego. Él es el tiempo y sin él perdemos cronología, no hay días, meses ni años que hagan que el dolor pase. 

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Son las 8 de la mañana del 25 de noviembre del 2021. Calor y humedad. Como casi todos los noviembres de Buenos Aires. Subo al auto, arrío la ventanilla para que se baje y prendo la radio: “Bajó una mano del cielo, y acariciando su pelo, rulo y señal de la cruz, la caricia de Jesús hizo posible el milagro”. Las Pastillas del Abuelo en Mega, y uno de los tantísimos homenajes a Maradona en el primer aniversario de su muerte.

Freno y lloró. Una señora con su perro camina por al lado mío y asiente, como entendiendo el significado de las lágrimas. Ambos, señora y perro, comprenden. El cielo se alía y se desata la lluvia. Continúo y vuelven a arremeter las lágrimas. Hace treinta minutos me subí al auto, llegar a la oficina me significan veinte como mucho, y no avance ni 10 cuadras. Hoy no puedo.

Un cincuentón desfila, barba amarilla y cigarro en mano, me mira. Con el movimiento de su cabeza parece responder: sí, a mí también me pasa lo mismo. Pasó un año, pero siento que fue ayer. Vuelven las lágrimas, como si mi cuerpo rechazara la idea de una vida sin Maradona y esa expulsión tomara forma de llanto.

No soy a los que Maradona le significó esperanza. Yo vengo de esos pagos a los que el sistema les dibuja oportunidades a diario. No por alguna aptitud especial, sino por pertenecer. Maradona es esperanza para los postergados del mundo, que son mayoría. Para ellos es lo que Mandela para Sudáfrica, Gandhi para India o Martin Luther King o Malcom X para los negros de Estados Unidos. O más.

Para mi Maradona es referencia temporal. Hay distintas aristas, pero yo me quedo con esa. Nací en el 91 y mi memoria comienza en el 97. Sus momentos fueron mis momentos. Su último gol profesional – de penal a Goyco en La Bombonera - lo vi en la casa de un compañero del primer grado. Lo único que queda de ese vínculo lejano es ese grito compartido.

En el 97, también, Diego jugaba 45 minutos contra River en El Monumental. Antes de eso pidió justicia por José Luis Cabezas – periodista asesinado - y después dijo que al rival se le había caído la bombacha. No volveríamos a verlo con la camiseta de Boca. Reclamo, juego y espontaneidad: ese lapso maradoneano lo observé desde el sillón de la casa de mis padres, con mi viejo y mi hermano. Años después, doce exactamente, en el mismo lugar y con la misma compañía lo escuchábamos pedirles perdón a las damas por ordenarles a los periodistas que la siguieran chupando, luego de que la selección que él dirigía clasificara al Mundial de Sudáfrica 2010.

Él no lo sabe y tampoco le hubiera interesado, pero junto a mi familia estábamos alojados en el mismo hotel de Punta del Este cuando lo internaron durante el verano del 2000. Se salvó. Algo así como nueve meses después, el 10 de noviembre del 2001, festejábamos el cumpleaños de 10 de un amigo. Mientras esperábamos a un mago sin gracia, escuchábamos a Diego corregir a Mariano Closs porque confundía un partido homenaje con una despedida.

Claro, a Diego no se lo despide, se lo homenajea. Nos reímos todos.

Luego, gracias a la impuntualidad del mago, lo contemplamos mientras reconocía errores ante una multitud y decía que el fútbol era el deporte más hermoso del mundo, que no debía mancharse. La pelota no se mancha, lagrimeó. Mi amigo tal vez no lo recuerda, hoy vive en Estados Unidos, pero a pesar de las distancias ese suceso nos unirá por siempre.

Más lejos que de ese amigo estoy de otro: se llama Muja y vive en Nigeria. Se volvió a su país el 2 de diciembre del 2020, justo una semana después del día fatídico. Como si su estadía de quince años en Argentina no tuviera más sentido ante semejante pérdida. Junto a él y mi novia estuvimos presentes en El Obelisco, en la vigilia popular más triste de la historia. Mucho de lo que nos importaba se había ido.

No hay cosa más medida que el tiempo, y no hubo persona a la que se la midió más que a Maradona. Él es el tiempo y sin él perdemos cronología, no hay días, meses ni años que hagan que el dolor pase. Maradona es el tiempo vivido y el que no. Cuatro años y medio faltaban para que yo naciera cuando embocó a los ingleses, pero ahí estuve abrazando a mi viejo de 39, y menos de uno cuando le insistí a mi vieja que no colgara guirnaldas antes de la final contra Alemania en el 90. Lo hizo, perdimos y Diego lloró. Como lloramos todos ahora.

Es una ilusión la vida sin tiempo, y lo es también la vida sin Maradona.

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