«Melinda y Melinda» («Melinda and Melinda», EE.UU., 2004; habl. en inglés). Dir.: W. Allen. Int.: W. Ferrer, R. Mitchell, C. Sevigny, A. Peet, J. Lee Miller.
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Una costumbre anual, tan inútil como inevitable, consiste en preguntarse si Woody Allen está declinando. Esa duda suele sobrevalorar el concepto de transformación y subestimar el de discurso. Una obra tan vasta y permanente, que se extiende sin interrupciones desde hace más de 35 años, difícilmente procure sorpresas, pero a pesar de ello el espectador, sobre todo el más fiel, suele esperar un efecto nuevo, un ligero sobresalto, en lugar de percibir el sutil alcance de una variación.
Esa ilusión también puede conducir al espejismo de creer, por ejemplo, que «Annie Hall» o «Broadway Danny Rose» son incomparablemente superiores a «Dulce y melancólico» o «La mirada de los otros»: olvida también ese espectador cuánto más joven era él mismo cuando veía aquellas películas, que revisadas hoy, junto con las más recientes, acusan menos diferencias de «calidad» que afinidades de construcción y recursos (en todo caso, si alguna obra maestra puede acreditársele a Allen como «inalcanzable», ésta sería «Crímenes y pecados»). «Melinda y Melinda», con un formato «nuevo», prosigue el mismo discurso en el cual ese humor obsesivo, neurótico y ciclotímico, tan propio de diálogos como de posturas corporales y gestualidad, no es otra cosa que una forma más de la desesperación. Allen planteó esa idea a través de decenas de variaciones, y ahora lo hace de la manera quizá más clara: una misma situación que puede ser contada de dos formas opuestas, la cómica y la trágica. Tal el desafío que se proponen, al empezar el film, un comediógrafo y un dramaturgo en un bar de Manhattan, y así el resto del film será la gozosa y melancólica alternancia entre esas dos historias, ambas protagonizadas por un mismo personaje, Melinda (Radha Mitchell), que tienen un mismo punto de partida: ella llega, inesperadamente, a una casa ajena mientras sus ocupantes están celebrando algo.
En el relato «trágico», Melinda viene escapando de un grave cuadro familiar y encuentra refugio en la casa de una ex compañera suya (Chloé Sevigny), cuyo marido, habitualmente infiel, no la excluirá a ella de sus intereses. La aparición posterior de un músico negro (Chiwetel Ejofor) complicará más la situación. «¿Cómo te llamas?», le pregunta ese músico a ella al conocerla. «Melinda Robicheaux», responde ella. «¿ Robicheaux? Qué musical que suena» (Sólo Woody Allen podía rendir ese secreto homenaje a Joe Robicheaux, olvidado pianista de jazz de Louisiana en los años '20).
En el «cómico», Melinda termina siendo vecina del matrimonio que componen una atrevida cineasta (Amanda Peet) y un actor desocupado (Will Ferrer), que no es otro que el «doble» de Allen, es decir, el papel que él se hubiera reservado de haber actuado. Es cierto: ver a Ferrer es como ver a su clon (algo parecido le ocurría a Kenneth Branagh en « Celebrity»), de donde puede concluirse que el espectador nunca está satisfecho: o bien opina que Allen está muy viejo para ciertos papeles, o bien lo extraña cuando es otro quien lo reemplaza. ¿O pensar tal vez un film sin el papel «alleniano»? La pretensión es tan insostenible como reclamarle una renuncia a ese discurso continuo, nervioso, adictivo. E inimitable, como lo prueban los «clones» Allen que no son él mismo, y que no dejan de proliferar en todas partes.
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